02 / 01 / 2025
Modesto Gayo – El Mostrador
En las últimas décadas, en países como Chile y España, por mencionar casos cercanos, las tasas de natalidad y los niveles de fecundidad han caído a niveles antes inimaginables. En el caso chileno, la natalidad es de un 12 por mil habitantes y la fecundidad (nacidos por mujer) de 1,5. Las cifras para la sociedad española son todavía más dramáticas, un 7 por mil y un 1,2. Bajo estos patrones, las poblaciones de estos Estados se han ido reduciendo (descontando migración).
Generalmente, esta reducción se ha leído desde el mercado de trabajo. De un lado, se ha instalado una preocupación sobre quién pagará las futuras pensiones, lo que ha calado hasta tal punto en la población española que mucha gente se pregunta incluso si habrá pensiones, de un modo un tanto exagerado y algo disparatado.
De otro lado, el empequeñecimiento poblacional ha sido un útil argumento para convencer de la necesidad de la llegada de población migrante, lo que ha evitado más de un conflicto, aunque sin definir muy bien qué significa en términos numéricos requerir más población extranjera.
La necesidad de más población significa no solo que las parejas tienen menos hijos, sino también que muchas personas deciden no tenerlos y esta es una causa principal de la reducción de los índices de fecundidad. Lo importante para nuestro argumento es que ello redefine radicalmente las relaciones familiares de naturaleza intergeneracional.
Un caso que puede ayudarnos a entender bien este hecho es el de la movilidad social. Desde el centro de ciencias sociales COES y financiado por la World Inequality Initiative, hemos venido desarrollando un estudio sobre trayectorias laborales exitosas o de movilidad social ascendente en Chile.
Para ello, utilizamos un enfoque bastante clásico de relaciones parento-filiales que consiste en considerar rasgos tales como la educación, la ocupación, la clase autopercibida o subjetiva, y similares, de los padres, padre y madre, en relación con la de sus hijos e hijas.
En principio, ello no supone problema alguno y es totalmente correcto, salvo por el hecho de que cada vez más personas no tienen hijos, lo que particularmente en el futuro próximo ocultará formas de apoyo familiar o transmisión de recursos que no van de padres a sus descendientes directos en primer grado, pues estos no existen en un abundante número de casos, sino en gran medida a sus sobrinos.
Los afortunados sobrinos y sobrinas recibirán las rentas fruto del esfuerzo de sus atareados y a menudo enriquecidos tíos y tías, lo que se verá potenciado por el hecho mismo de no haber criado o invertido dinero en una nueva generación.
En España, legislado para estas relaciones consideradas de tercer grado, el impuesto de sucesiones, variable según región, establece pagos más altos que los que corresponden a la transmisión de padres a hijos, encontrándose en torno a un 30%, o incluso más, de carga tributaria respecto a lo heredado.
En Chile, el impuesto de herencias establece una tasa dependiendo del monto de la asignación o el patrimonio heredable. Por ejemplo, casi 4.000 UTM (1 UTM vale aproximadamente 67.300 pesos, lo que daría unos 270 millones) debería pagar un 7,5% (unos 20 millones). Si se trata de un sobrino, hay que sumarle un 20%; es decir, se pagaría un 27,5% (unos 74 millones).
Si lo observamos bien, no hay tanta diferencia entre un caso y otro. Lo importante aquí no es lo que se paga, sino el hecho de que lo heredado es una cantidad muy apreciable, sobre el 70% de la herencia dejada por el fallecido –y ahora seguramente muy amado– tío.
Ya hemos visto lo bajos que son los índices de fecundidad, lo que significa que la tasa de reemplazo, un poco por encima de 2, está lejos de alcanzarse. Dicho de otro modo, hay un número importante de personas que no tienen ni van a tener hijos. Este volumen patrimonial ingente y creciente en las últimas décadas va a incrementar de manera inesperada la riqueza de millones de personas en base a relaciones consanguíneas de tercer grado.
Sin embargo, es importantísimo comprender, y ahí se encuentra la ambigüedad del caso, que los beneficiarios van a ser otros también, como el Estado o como las organizaciones benéficas. El Estado lo será de manera estructural, pues el pellizco adicional por el vínculo sanguíneo lejano respecto de los hijos ingresará en las arcas públicas a raudales, convirtiéndose en un sobrino favorito más.
Por parte de las instituciones benéficas, existe una oportunidad histórica sin igual para ganarse la confianza y voluntad de los que parten y quieren hacer el bien después de su muerte a los que más lo necesitan en la sociedad que dio sentido a sus vidas. Más que emerger, se potencia una forma de Estado de bienestar, a través de una vía de solidaridad no contemplada por los que acumularon por el simple hecho de haber vivido el enriquecimiento debido a su trabajo.
Aquí no importa tanto si lo acumulado es mucho o poco en casos singulares, sino que lo será ineludiblemente de forma masiva al observar a la sociedad como conjunto.
Para hacer un ejercicio muy simple y suponiendo que uno de cada cinco no haya tenido un hijo en la generación entre 40 y 50 años, piénsese en los miles de millones de pesos o los millones de dólares o euros acumulados por este grupo etario y tómese ese 20%. Es una riqueza fastuosa en manos de no se sabe todavía bien quién ni en qué proporción, exceptuando la parte asegurada para el Estado.
La reducción de la familia tradicional, compuesta habitualmente por hogares de padres e hijos, va a plantear en las próximas décadas qué se entiende por familia y cómo organizamos nuestros afectos. Se convertirá en moneda corriente ver a sobrinos acercándose a sus tíos y tías, por una mezcla evidente de cariño e interés, reconstituyendo la economía de los afectos de las familias, o quién invierte tiempo con quién y para qué, por decirlo de manera directa.
Ello también conducirá a tipos de conflicto intrafamiliar respecto de quién se merece ser el beneficiario, éticamente, o bien simplemente a quién corresponde qué parte bajo la ley del momento. Asimismo, los tíos y tías deberán reflexionar a propósito del sentido de la riqueza acumulada, destinada a aquellos con los que tienen vínculos consanguíneos o a otros quienes pudieran necesitarlo más.
Sin las obligaciones y los supuestos de amor que rigen las relaciones entre padres e hijos, nuestra comprensión del deber y la familia determinarán el futuro de una importante parte de la riqueza acumulada y, por ello mismo, la forma de lazos sociales y solidaridad que adoptará nuestra sociedad de un muy cercano mañana.
Por Modesto Gayo, académico de Sociología UDP, en El Mostrador.